
En la noche no salen los monstruos, la noche es el monstruo (a veces)
El problema no es no tener internet, el problema es no tener internet en un mundo que funciona con internet.
Happy problems03 de mayo de 2024Albert Espinosa dijo en su libro Lo que te diré cuando te vuelva a ver:
Las décadas cambian los miedos.
Y vaya que tenía razón. A lo largo de los años hemos mutado de fobias y filias, siendo la misma sociedad el punto de partida de nuestra personalidad. Empezamos temiendo del limitado, pero a su vez, grande universo debajo de nuestra cama, tal como funcionaba el armario que abría sus puertas a Narnia, rogando en voz alta que no hubiera nada que nos acechara mientras dormíamos. Pero el tiempo pasó, y el planeta Tierra se convirtió en un planeta cyborg, que funciona con, por y para la tecnología. Entonces, nacimos los tecno-humanos, seres quebrantables ante la ausencia de internet.
Recuerdo cuando el ser “único y diferente” se usaba en un tono burlón, pero después mucha gente comenzó a inclinarse a esa definición y adoptarla como un estilo de vida. Tristemente, esa tarde no fui “única y diferente” emocionándome porque por fin podría experimentar lo que era vivir a la antigua, alejada del bombardeo digital, poniéndome (obligadamente) el reto de no usar redes un par de días. Lo único que sí fui, fue una joven promedio que se enoja porque no puede seguir viendo sus redes a gusto. En fin, para todo hay.
***
Recién regresaba de vacaciones, y cual niña de primaria que siente toda esa energía y brinquitos en el cuerpo al preparar sus cosas para el primer día de clases, yo comencé a sentir las pequeñas palpitaciones de que venían nuevas materias, proyectos, y el desarrollo de personaje correspondiente al semestre que empezaría.
Antes se trataba de ir por tus colores, libretas, una goma que perdías antes de siquiera utilizar la mitad, lapiceros (si es que ya ibas en 4º o más avanzado) y demás triques que llenaban tu estuche. Pero en la universidad, las cosas funcionan distinto. El único check point que hay en la lista de pendientes, es ir a comprar comida para la semana (si eres foráneo más que nada), guardar tus cargadores en la mochila y dormir bien la última noche antes de comenzar los desvelos “laborales”. Dicho y hecho, pero a la mañana del lunes, algo comenzó a ir mal. Inicié el semestre con el pie izquierdo al no poder ver el salón asignado porque el internet se despertó y dijo, “naaah, cinco minutos más”. El detalle fue que su despertador jamás volvió a sonar y se quedó dormido por el resto de los días.
—Seguro se arregla en un rato… regresando ya debe estar todo normal—vaya manera de ilusionarme.
***
La travesía tan solo estaba comenzando. Jornada larga y los profesores ya habían encargado un par de actividades, pero la juventud no funciona con inmediatez y eso que quede claro. Llegando no iba a correr despavorida a mi escritorio para terminar las tareas nuevas.
La opción de dejar mi mochila y sumergirme en la comodidad del sillón mientras deslizaba mi pantalla de inicio de TikTok, sonaba tan atractiva como un agua fría de tamarindo un miércoles soleado a 30º C. Y como dice la biblia, “estén alerta y oren para que no caigan en tentación. El espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil.”
Verdaderamente mi espíritu quería comenzar el ciclo siendo una alumna ejemplar, pero el resto de mi ser renunció por seductora tentación. Y tal sería mi sorpresa al alzar la mirada en la pantalla y ver dos cosas: ya eran las 10 de la noche y había pasado todo ese tiempo viendo videos sin internet, acabándome mis datos, que más adelante se convertirían en recurso sagrado. Lo dejé todo y me acerqué al módem. Un foco rojo, y el resto de los que sí prendían (tres de ocho) alumbraban intermitentemente.
“Me quiere”.
“No me quiere”.
Un tierno juego que nos hacía decidir tonterías infantiles.
“Funciona”.
“No funciona”.
Golpear el control de la tele cuando la pantalla no nos obedece es una instintiva reacción humana (pero ciertamente bastante animal). Hacerle lo mismo al módem sería ir muy lejos y no podía permitirle a mi creciente desesperación ganar la carrera. Apagarlo, reiniciarlo, desconectarlo. Apagarlo, reiniciarlo, desconectarlo. Apagarlo, reiniciarlo, desconectarlo. Creo que la tercera fue la vencida para entender que no estaba yendo por el camino correcto.
“Seguro que para mañana ya funciona”, “debe ser una falla en la zona, se arregla en un par de horas”, pensé. Tremenda manera de volver a ilusionarme.
***
Era la segunda mañana y desde mi cama logré ver la lucecita roja que perdía protagonismo cuando notaba solo tres de ocho restantes encendidas, y para colmo, aún intermitentes. Me resigné a bañarme, desayunar e irme a la escuela, con la esperanza de que la suerte por fin se dignara a entrar a mi casa sin tocar la puerta. Tal parece se confundió, porque su hermana, la mala suerte, decidió albergarse conmigo tres, cuatro, cinco días más. Una semana. Dos semanas.
De nuevo, volví de la escuela y el problema era peor. Técnicamente era el mismo, pero mi desesperación era abruptamente más grande y veía a la situación del tamaño de un elefante, o ballena, o cuál sea el animal más grande del mundo. No podía más. Marqué los números que venían en la etiqueta del dispositivo defectuoso.
—Gracias por llamar, te invitamos a conocer nuestro aviso de privacidad...
Solamente pensaba que ojalá fuera una broma. No era posible que una contestadora automática fuera a resolver mi problema. Alguien me iba a escuchar y definitivamente no sería mi calma, que se salió de mí y se fue a encerrar al baño a hacer berrinche. Prefería no estar presente en aquella escena.
Presioné la tecla roja. “Mejor llamo mañana, cuando alguien humano pueda atenderme”. Los refranes suelen ser de personas con más experiencia, pero si tantas veces había escuchado el no dejar para mañana lo que puedo hacer hoy, ¿qué me costaba tomar el consejo?
***
Día tres. Ni siquiera había pasado la mitad de lo que me esperaba y me sentía en el ojo del huracán. Viendo la altitud de mi condena, incapaz de atravesar por el riesgo de salir volando. Y es que ahora sí, todo iba empeorando. Mi neurosis era una bola de nieve que tomaba fuerza en la bajada, y para ayudarla a crecer, tenía una lista de tareas pendientes, que procrastinaba con el pretexto de no tener internet para realizarlas. Qué manera de mentirse a uno mismo. Y del otro lado de la habitación, persistía ese zumbido visual color amarillo, la lucecita que parpadeaba incansablemente, día y noche, recordándome que ahora yo era parte de los que no pertenecían a la sociedad interconectada.
Era un excelente momento para ser productivo. No había distracciones y mi lienzo de creatividad no se entretenía con personas que sí aprovechaban sus ideas. Pero mi postura ante la situación pintaba de gris el parabrisas, obligándome a estacionarme a la orilla del camino sin avanzar, y por si fuera poco, sin limpiar el desastre. No estaba logrando encontrar el arcoíris después de la tormenta.
***
Cuando era más pequeña y el cielo tronaba al compás de las incesables gotas que chocaban contra el suelo, esperaba el momento en el que el regulador sonara y las luces de toda la casa se apagaran.
—¡Niñas, bajen cerillos!
Los reflejos de linternas en las ventanas y la cálida luz de un par de velas, alumbraban nuestro corto campo de visión por un rato en lo que la luz regresaba. Era divertido, como estar en una especie de misión ultra secreta, sin electricidad a tu favor. Pero no tener internet no era parte del juego esta vez. Tampoco resultaba divertido, ni una experiencia memorable (no para bien claramente). El problema era que me encontraba contracorriente, con todo funcionando y todos funcionando a mi alrededor de la forma cotidiana en la que el mundo lo hace, mientras yo me ahogaba en mi desesperación de tener luz y todos los medios para ser “común y corriente”, pero por desgracia (por la ausencia de internet), estaba siendo, contra mi voluntad, “única y diferente”.
***
Los niños suelen hacer muchas preguntas. ¿Cómo es que vuelan los aviones? ¿Por qué el sol brilla solamente en el día? ¿Cuánta sal cabe en el mar? ¿Quién le puso nombre a las cosas? Y aunque haya crecido unos años, me surgió una lista de incógnitas con tantas posibilidades de respuesta que pareciera más fácil acertar el número ganador de una rifa. ¿Cómo se comunican las personas hoy en día si no es con tecnología? Y es obvio que hablando, pero cuando la distancia interviene, la colmena se alborota.
No tenemos Facebook para ver memes como solíamos hacerlo en 2014; Instagram no carga y nos desactualizamos por completo de lo que nuestros close friends están haciendo; Twitter (ahora X), que es la red que siempre nos salva cuando Whatsapp no sirve, ya no está disponible para leer hilos de gente discutiendo o tweets de personas desahogándose; y nuestra página de inicio de TikTok, que nos engancha dos horas por culpa de un video de doce segundos, ahora se bloquea con un anuncio que dice “sin conexión, intente de nuevo”.
Y sin ser literal, nuestro mundo se viene abajo. El problema es que lo sentimos tan literal como las palabras usadas. Nos bloqueamos cual página de inicio, nos detenemos cuál video en reproducción. Nos enseñaron a funcionar con internet, y cuando sale corriendo lejos de nosotros, nos paralizamos.
Repito, es un excelente pretexto para hacer nada sin sentirnos culpables. El momento perfecto para aprovechar todo ese tiempo y sacar nuestra libreta de ideas e imprimir cada pensamiento en 2D, para detenernos y contemplar cómo todo pasa, descansar por una fracción de vida. Pero esa parálisis que nos ataca como generación, es mucho más poderosa.
***
La primera semana sin internet estaba por terminar. Honestamente, no entiendo cómo me acostumbré a la lejanía digital. Estaba en la escuela desde que el sol estaba en el punto en el que tu sombra vive justo debajo de ti, hasta el momento en el que la luna brilla lo suficiente como para alumbrar una calle sin farolas.
Entregar tareas no era opcional y la única solución que quedaba era ser una especie de Godín que pasa en la oficina el día completo hasta que su estómago le recuerda que es hora de partir.
Los horarios de algunas personas irreconocibles los tenía casi cronometrados. Igual la hora pico del patio de la universidad. Encontré lugares más silenciosos para trabajar, otros poco convencionales. Escribir un ensayo en la última grada de la cancha no es lo que se ve todos los días. ¿Quién pensaría que el sonido de los balones contra la cancha y los gritos de los eufóricos integrantes del equipo serían el reemplazo de Mozart a la hora de trabajar? Adopté un nuevo estilo de vida que comenzó a engranar satisfactoriamente.
Pero el golpe de realidad siempre era regresar y ver las lucecitas intermitentes alumbrando la sala de estar.
El coraje reaparecía cada noche calentándome las neuronas dispuestas a pelear de nuevo en cuanto el sol se asomara.
***
Por fin, sábado. Las mañanas ajetreadas terminaron (al menos parcialmente), porque de todos modos tenía que ir a la escuela para poder hacer tarea, o bien, tomar el tentativo camino de postergar todas las entregas. ¿Qué se hace cuando no quieres hacer lo único que puedes hacer?
Volví a marcar el número que ya conocía al derecho y al revés. Atravesé los seis menús, confirmé mi propio número, e increíblemente, por primera vez en días, escuché lo que no creí que llegaría:
—Tu llamada será transferida con uno de nuestros técnicos, espera en la línea —sonó la robótica voz que estaba cansada de escuchar.
Interactuar con un humano que me ayudara a solucionar mi problema fue el sueño vuelto realidad. Lo mismo de siempre, me preguntaron mi nombre, motivo de consulta, incluso me dijeron qué hacer mientras revisaban el sistema. Seguí las instrucciones, estuve atenta a algún cambio en las lucecitas intermitentes del módem, pero nada.
—De acuerdo, señorita. Parece que su módem está dañado. Uno de nuestros técnicos acudirá a su domicilio para realizar el cambio sin ningún cobro adicional —ofreció la cordial y femenina voz.
¿Cobro adicional? No podía creer que siquiera lo mencionaron cuando quien estaba pagando todo esto era mi estabilidad emocional. De todas formas, agendé la visita para el martes y mi existencia se mentalizó a que solamente quedaban dos días más de aquella distópica realidad.
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Trabajé en la escuela un rato aquel sábado, pero mentalmente estaba agotada. Lo único que quería era llegar a mi casa y ver algo en Netflix, cosa que evidentemente no podía hacer. Es absurdo cómo el internet y la tecnología en general nos han alejado tanto de lo análoga que era la vida antes, de lo análogos que éramos los humanos, de lo bien que funcionaba todo cuando no vivíamos a través de la pantalla.
Resulta admirable ver niños jugando fútbol en la calle, quitando las porterías cuando un carro va a pasar. Ver a un grupo de amigas arrancando plantas y machacándolas con piedras para hacer un banquete. Ahora los niños se sientan con un Ipad en las piernas a ver el partido, ver en Youtube trucos y dominadas, recetas y demás contenido de gente haciendo algo que ellos podrían estar haciendo. Las plataformas de streaming son lo de hoy, aliadas de los videojuegos y actividades digitales que nos convierten en habitantes de este planeta cyborg.
Me encantaría decir que todo es culpa del internet, pero la culpa es nuestra. Y es que la tentación al camino fácil siempre será más atractiva en un mundo que avanza y se mueve tan rápido como el Blackbird, el avión más rápido del mundo. ¿Por qué preferiríamos pasar horas buscando datos para una tarea en una enciclopedia si podemos teclear tres palabras y encontrar infinidad de resultados?
Muchas de las cosas que ya no hacemos, nos dan nostalgia e incluso retomamos para sentirnos en el pasado por un momento. Ir a la papelería para comprar una monografía, tomar fotos de rollo para experimentar la magia de no poder ver que salimos con un ojo cerrado al instante, usar máquinas de escribir porque el sonido es más satisfactorio que el teclado de nuestra laptop. Tantas cosas que en su momento nos causaban más emociones que todo aquello que nos está privando de eso, la tecnología, el internet.
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Mi abuela se enoja a menudo cuando el celular no lee su mente, o cuando Siri habla sin que nadie diga su nombre. La tecnología es el jaque mate de muchos de nuestros abuelos hoy en día. Entenderla se ha vuelto tan complejo como lo fue para los hermanos Wright al momento de suspender aviones en el cielo, o para Erno Rubik, cuando por fin logró combinar cada cara del cubo del mismo color.
—¿Yo para qué quiero aprender eso si lo resuelvo de otro modo? —regaña a todos sus nietos cuando intentan explicarle cómo funciona la cosa más fácil del teléfono.
Ella creció en una casa pequeña junto con trece hermanos, cuatro más grandes que en parte, ya veían por su lado, y ocho más chicos, de quienes tuvo que cuidar, limpiar pañales, hacer biberones y alimentar en periqueras improvisadas en el apretado comedor.
—Todo el día ayudábamos a mamá, y cuando podíamos jugar, siempre había historias que contar —recuerda.
Las historias de mi abuela siempre han sido mejores que los cuentos clásicos; con más aventura, terror y emociones. De vez en cuando, dejaba que nosotros, sus nietos, le añadiéramos un poco a sus propias historias. Y éstas no dejaron de existir cuando dejó de ser niña.
Relámpago, el rancho de su papá, en Yanga, Veracruz, con olor a rayos de sol quemando las hojas y la tierra, con vapor saliendo de los surcos que dividían cada hilera de caña, era el nuevo nido de anécdotas y costumbres. Ahí, todos aprendieron a voltearse la playera para que los duendes no se los llevaran, o a saber cómo calmar un bosque enorme de ondas naranjas y calientes que se desataba cuando un accidente ocurría.
—Nunca nos hizo falta un celular —repite. —Antes leíamos, jugábamos, usábamos el ingenio, y para hablar con alguien, esperabas a verle los ojos. Era más real —.
¿Será que la tecnología nos está alejando de lo que es real?
***
El martes llegó el vagón bicolor de cuatro llantas y se estacionó frente a mi casa. Abrí antes de que el timbre sonara y el técnico se pusiera manos a la obra. Sus herramientas y sus botas pesadas sonaban minuto a minuto. Entró y salió en repetidas ocasiones, para que un par de horas más tarde por fin escuchara su voz.
—Señorita —anunció desde la puerta principal.
Bajé las escaleras con el celular en la mano, ansiando dejar de ver 4G en la parte superior de la pantalla, y por fin poder enlazar la red.
—Ya revisé todo, y el problema no es su módem. Hay una mala instalación del cableado y se tiene que revisar con planos para corregir el trayecto de la línea, pero se tiene que ver con otro de mis compañeros —su voz se escuchaba en eco, como si estuviera en un cuarto enorme y el sonido de su voz se alejara en cada palabra que pronunciaba— …él se pondrá en contacto. Mucho gusto —se despidió antes de que sus botas dieran fuertes golpes contra el suelo alejándose.
Los cables mal conectados solo agregaron leña al fuego de mi irritación. La pesadilla no había terminado.
***
Durante aquellos días sin internet notaba que mi cuerpo palpitaba de formas distintas, mis dedos tamborileaban sobre la mesa más a menudo, mi pierna bailaba sin que hubiera un ritmo que seguir, y los pensamientos de “¿qué estarán haciendo los demás?” retumbaban cual cueva profunda en la que los murciélagos revolotean al escuchar el desesperante recordatorio.
No era cosa mía. La ansiedad por desconexión existe. Mi psicóloga me dijo que las generaciones de los trece a los veintitantos parecieran necesitar un manual de “¿qué se hace cuando no hay internet?” para evitar arrancarse los cabellos, picarse los ojos y enloquecer.
Pasar los días detrás de una pantalla es algo a lo que nos hemos acostumbrado, pero pasar el tiempo sin una pantalla, angustiados de no tenerla, es una nueva esclavitud en la que nos hemos encasillado innecesariamente. Hemos normalizado la tecnología como si ésta fuera tan necesaria como el oxígeno, como el agua, dormir o la comida.
Esta angustia es un trastorno que existe y que al haber nacido dentro de esta realidad, nos acompaña así como la luna nos sigue cuando el carro avanza. No podemos culparnos por colapsar cuando el internet no funciona, pero sí por lo que hacemos cuando el internet no funciona.
***
La compañía siguió dando justificaciones a la demora de solución, y por más que haya escuchado lo sano que es vivir en modo Ying Yang, viendo lo bueno dentro de lo malo, comenzó a resultar algo sumamente complicado. No había forma de ver claro a través de toda esa agobiante bruma.
En una era tan interconectada, estar cinco horas fuera del mundo virtual resulta en una página de inicio llena de contenido nuevo que disfrutamos mientras comemos una bolsa de papas que compramos en el Oxxo, o mientras nuestros párpados deciden unirse en uno mismo. Pero dos semanas ya eran demasiado. Incluso para la salud es necesario distraerse. Las redes son nuestro plan A en esas ocasiones, pero sin poder acudir a ello, enloquecemos intentando pensar en un plan B, C, D o E. De cualquier manera, no podía ni quería seguir en esa neurótica situación.
Tuve que tomar una decisión. “Si la vida te da limones, haz limonada”, pero si la vida no te los da, es hora de conseguirlos por tu cuenta. Desconecté aquel cuerpo sin vida, haciendo que las lucecitas que habían parpadeado por dos semanas sin descanso, por fin se apagaran. Tomé las llaves del carro y conduje hasta el centro de la ciudad. Edificio alto, gris, ventanas grandes. Una fila larga de carros bicolor como el que había ido a la casa días atrás.
Una extraña sensación invadió mi cuerpo, como si no quisiera hacer algo que en realidad anhelaba, si es que eso tiene un poco de sentido. Se sentía como una ruptura amorosa, como si fuera a serle infiel a una compañía con otra solo porque dejó de darme lo que necesitaba. Qué cruel suena eso, qué cruel es la humanidad, algunas veces.
—Buen día, señorita. ¿En qué puedo ayudarla? —sentí su amabilidad en cuanto llegué al mostrador.
Después de una serie de preguntas y respuestas, estaba hecho, había cancelado el servicio.
Claramente no estaba resignada a un nuevo estilo de vida libre de conexión. Pero otra empresa se encargaría de que la red de mis dispositivos finalmente pudiera tejerse con el resto de la telaraña digital.
***
Es complicado. Vivir sin internet es peor que el monstruo de nuestras pesadillas. Incluso peor que no tener agua y no poder bañarnos. Es absurdamente irónico cómo algo que no es elemental, lo volvimos algo vital.
Pero después de todo ese tiempo, me di cuenta de eso que dejamos de lado porque “el internet lo resuelve”. Cómo nos volvimos tan dependientes y esclavos de algo que nosotros mismos creamos. De lo triste que resulta que frenemos todo si nos arrebatan la tecnología.
Esas semanas usé menos mis redes, tuve más tiempo para escribir, para crear, para conocerme y conocer. Porque sí, probablemente las bibliotecas ya no tienen suficiente información como la que hay detrás de nuestros dispositivos, pero conocer durante la experiencia no te lo da ninguna pantalla. Aprender por curiosidad es una sensación a la que deberíamos exponernos más seguido.
La desconexión forzada a la que me enfrenté me hizo conectar más con el mundo real.
Si tan solo recordáramos más seguido que no todo se vive a través del internet, estoy segura que todos tendríamos una lista de detalles suficientemente extensa para escribir algo tan largo como Las mil y una noches.
Deberíamos de poner de moda usar menos el internet, de vivir menos sumergidos en el mundo digital. Los aparatos se descargan y los cargamos de nuevo. El internet se desconecta, y lo arreglamos de una u otra forma. Nuestro corazón late, y cuando deje de hacerlo, no habrá vuelta atrás. Hay que aprovechar la vida real y dejar de tenerle miedo a la dependencia tecnológica, dejar de tener miedo a la desconexión virtual, a la conexión real, porque la vida es eso que pasa mientras miramos la pantalla.
En la noche no salen los monstruos, la noche es el monstruo (a veces)
Sabía que el amor duele, pero, ¿con un vaso de leche?
Un caótico viaje mental por un acto rutinario, donde a partir de un evento personal, que tomó meses de incertidumbre para decidir que corte iban a hacer dos metales afilados (tijeras), acompañado de un debraye sobre culturas que tienen bien establecida una identidad y característica muy particular, fuera de las prendas o ideologías, con el objetivo de escoger el corte de pelo que me hiciera sentir realmente yo de nuevo.
Un caótico viaje mental por un acto rutinario, donde a partir de un evento personal, que tomó meses de incertidumbre para decidir que corte iban a hacer dos metales afilados (tijeras), acompañado de un debraye sobre culturas que tienen bien establecida una identidad y característica muy particular, fuera de las prendas o ideologías, con el objetivo de escoger el corte de pelo que me hiciera sentir realmente yo de nuevo.
Sabía que el amor duele, pero, ¿con un vaso de leche?
En la noche no salen los monstruos, la noche es el monstruo (a veces)
Somos desconfiados cuando nos conviene.
Qué bonita luz la de esa hora.