De vacas y desencuentros

Sabía que el amor duele, pero, ¿con un vaso de leche?

Happy problems02 de febrero de 2025Natalia BeDiNatalia BeDi

Mi mamá siempre tuvo una relación complicada con la leche. Intolerante a la lactosa desde antes de que eso se pusiera de moda. Se tuvo que acostumbrar a alternativas que yo ni en mis peores pesadillas consideraba: leche de almendra (que ni a almendra sabe), leche de coco (que huele a playa, pero no sabe bien con cereal ni con galletas, y mucho menos si hablamos de aceite de coco, ese sabe peor que nada), y leche de soya (ay esa soya, el reemplazo para todas esas comidas que la gente vegetariana dice evadir: sachichas, pero de soya, carne, pero de soya…). Por eso, cuando crecí (a mis 15 años), ella intentó suavemente quitarnos la bebida de la vaca de nuestra dieta. Lo intentó, de verdad, pero no contó con que el Becerra en mi apellido ya traía genes bovinos que se niegan a renunciar al cereal con leche o a las quesadillas con chocomilk de vez en cuando.

Lo que nadie me dijo es que ese romance con la leche entera estaba destinado a ser un tío que llega a las bodas borracho: lindo al principio, pero vergonzoso y doloroso después.

Mi epifanía llegó una semana en casa de mis abuelos. Mi mamá, siempre creativa, hacía licuados espesos con plátano, avena, nueces y la intención secreta de que no volviéramos a pedir comida hasta la cena. Pero con mis abuelos, el licuado era otro. Era puro plátano con leche entera y azúcar, tan sencillo que hasta daba ternura la corta receta. Y delicioso, no me malinterpreten.

El primer día estuvo bien. Nada raro. El segundo día, también, aunque ya había algo que me inquietaba: un burbujeo sospechoso en la panza que creía poder ignorar. Pero el tercer día, oh..., el tercer día, marcó el inicio de mi tragedia intestinal. A las 10 de la mañana, en plena escuela y siendo yo del club de "solo hago del 2 en mi casa", tuve que rendirme. Todo por ese licuado de plátano (observación: con leche entera). Lo curioso es que, aunque sabía que la leche era la culpable, no podía dejarla. Porque, seamos honestos, el licuado de plátano con agua no es licuado, es una falta de respeto a la gastronomía (fuente: mi paladar).

Desde entonces, la historia se repite. A veces los retortijones son amables y solo me acompañan con una banda sonora de tripas en plena junta, en el cine o, claro, en los momentos más silenciosos. Mis amigos ya no se inmutan. Me conocen como "la orquesta estomacal", y aunque al principio me daba pena, ahora hasta lo encuentro gracioso. Un poco.

Hubo un tiempo en el que intenté analizar mi relación con la leche, como quien analiza un ex que sabe que le hace daño pero no puede evitarlo. ¿Qué es lo que me ata tanto a esta bebida blanca que te pinta bigote si te empinas el vaso? Tal vez sea porque está en los recuerdos de mi infancia: en cada vaso de leche con galletas que me dejaban tomar de postre en la cena, en cada desayuno rápido que compartía con mis hermanas antes de ir a la escuela (con el tiempo encima como para preparar un huevito con jamón), o en esos postres caseros que siempre parecían llevar un toque de magia láctea.

Sin embargo, no todo es melancolía. La leche también me ha enseñado lecciones de vida. Por ejemplo, cómo improvisar excusas para ausentarme de una conversación justo cuando el órgano intestinal decide convertirse en percusionista. Además, he aprendido a saber que no todo está perdido, a apreciar las alternativas: la leche deslactosada. No tiene la misma textura, pero al menos no me obliga a estudiar la arquitectura de cada baño que visito.

Eso sí, los restaurantes son otro cuento. Hay algo aterrador en pedir un latte y saber que tal vez no haya escapatoria. Me ha pasado de todo: desde retortijones discretos hasta verdaderas crisis existenciales por no saber a cuál baño ir por miedo a que se escuchen todos mis asuntos (aunque siempre termine yendo a una tienda departamental, como Sanborns, que por lo general, está limpio). Ni hablar de los postres. La crema batida, el queso, incluso ese pedazo de pastel que parece inocente, todos son parte de una conspiración láctea contra mi sistema digestivo.

Y aun así, sigo siendo fiel. Porque la leche tiene algo que no puedo dejar. Quizá es su capacidad de acompañar cualquier momento: el cafecito de la mañana, el cereal nocturno cuando no hay ganas de cocinar, o incluso esas galletas que vi en el Oxxo y no pude no tomar. Es un amor complicado, como esos que corresponden al “si amas algo, déjalo ir”.

¿Valen la pena los desencuentros? Probablemente no. Pero entre cada retortijón y cada concierto de tripas, hay historias que me recuerdan que la vida es un constante ir y venir, lleno de pequeños desastres que, al final del día, se convierten en anécdotas para reírnos, o para entretener a los demás aunque a nosotros no nos cause tanta gracia.

La leche y yo estamos destinadas a vivir nuestra telenovela agridulce, con un poco de reflujo de vez en cuando. Pero bien dicen que cada guerrero elige sus batallas.

Te puede interesar
pelo

Te perdí para encontrarme

Jonás
Happy problems20 de noviembre de 2024

Un caótico viaje mental por un acto rutinario, donde a partir de un evento personal, que tomó meses de incertidumbre para decidir que corte iban a hacer dos metales afilados (tijeras), acompañado de un debraye sobre culturas que tienen bien establecida una identidad y característica muy particular, fuera de las prendas o ideologías, con el objetivo de escoger el corte de pelo que me hiciera sentir realmente yo de nuevo.

Lo más visto
pelo

Te perdí para encontrarme

Jonás
Happy problems20 de noviembre de 2024

Un caótico viaje mental por un acto rutinario, donde a partir de un evento personal, que tomó meses de incertidumbre para decidir que corte iban a hacer dos metales afilados (tijeras), acompañado de un debraye sobre culturas que tienen bien establecida una identidad y característica muy particular, fuera de las prendas o ideologías, con el objetivo de escoger el corte de pelo que me hiciera sentir realmente yo de nuevo.