
En la noche no salen los monstruos, la noche es el monstruo (a veces)
Un caótico viaje mental por un acto rutinario, donde a partir de un evento personal, que tomó meses de incertidumbre para decidir que corte iban a hacer dos metales afilados (tijeras), acompañado de un debraye sobre culturas que tienen bien establecida una identidad y característica muy particular, fuera de las prendas o ideologías, con el objetivo de escoger el corte de pelo que me hiciera sentir realmente yo de nuevo.
Happy problems20 de noviembre de 2024 JonásLa difícil decisión de dejar algo que siempre se quiso, pero no era para ti.
Recuerdo aquellos rebeldes días de secundaria y prepa, donde todos los reflectores apuntaban hacia mí; no era porque la directora me regresara a casa, tampoco porque incendié el laboratorio de química, porque mis padres no hubiesen pagado cuatro colegiaturas o porque rompiera una ventana jugando al fútbol.
Ellos ya estaban cansados de ser constantemente citados para escuchar la misma frase que repetía la directora y vivía rent free in my mind:
—Su hijo tiene que cortarse el pelo —dijo la directora mientras se quitaba y volvía a poner los anillos de sus frondosas manos.
—Con el pelo no se estudia —contesté, con la mirada en el suelo y las manos temblando.
Ahora que en la universidad soy completamente libre de mi apariencia, y mi pelo es la envidia de las niñas y señoras, he decidido llevar a cabo un acto radical: cortar mi cabello con el propósito de cerrar capítulos pasados y encontrar una nueva identidad.
Mi memoria aún guarda el fresco recuerdo de la primera vez que regresé a casa por haberme pasado aquella viñeta (que aparte estaba en negritas) del reglamento por el arco del triunfo, que decía, “Hombres: Cabello corto y formal”. Me encontraba en aquel lugar que todos temían pero ya era un tanto familiar para mí, la oficina de la directora de secundaria, sentado, a la espera de la regañiza que me iba a tocar.
Afuera se encontraban dos maestras chismeando a susurros sobre los alumnos de 2B que vivían en plena anarquía. En la oficina abundaba un fuerte olor a perfume de vainilla. Encima del escritorio, forrado con papel contact, para no lastimar la madera vieja que llevaba quince años sin cambiarse, y el logo de la escuela colocado con orgullo en el centro de la mesa, cual soldado portando con honor su bandera en tierra enemiga. En las orillas proliferaban montones de carpetas que se asimilaban a los arcos romanos, con cientos de papeles que solo ella sabía lo que contenían. He de admitir que los cajones cerrados con llave, debajo del escritorio, siempre habían llamado mi atención: conocer los secretos que guardaban aquellos escondidos y silenciosos cofres del tesoro, resguardados por aquella cerradura impenetrable. Pero ya era suficiente problema para mis papás tener que venir para llevarme a cortar el pelo en horario de oficina, como para que les diera otra bronca por curioso.
La misma situación se repite después de tres largos años desde que decidí dejarme el pelo largo. Ahora sin el yugo de la directora, mis padres en camino y el viejo escritorio enfrente.
Después de meses de dilemas, incertidumbres y frustraciones por no saber qué hacer, vuelvo a tener el cabello mojado, sentado en una silla de cuero que, por alguna razón, me remonta a la ansiosa espera que sentía cuando Álvaro, el estilista que me solía cortar el pelo cuando era obligado a hacerlo, regresaba del segundo piso de su estética, porque su sobrino le había pedido que le pusiera las caricaturas.
Pasaron cerca de tres minutos en los que Álvaro subió y bajó, pero yo los sentí como aquellas historias de personas que tuvieron un encuentro cercano a la muerte y ven toda su vida pasar.
Mi cabeza me llevó a otro momento, pero ahora, en una etapa supuestamente más libre respecto a tu imagen: la prepa. En la primera junta de papás que hubo para inscribir a los hijos, se mencionó que, si bien se tenía que ir presentable a la escuela, no era obligación tener el pelo corto, por lo cual, algunos padres sintieron alivio. No fue hasta meses después, que en un nublado jueves de octubre, el prefecto me interceptó en el pasillo, camino a mi salón, y con una voz ligera pero arrogante dijo:
—Si para el lunes no vienes con el cabello corto, no te dejaré pasar —y procedió a irse.
Aún recuerdo cómo colgaban sus llaves a un costado de su pantalón, moviéndose al ritmo de la pierna izquierda. Sonaban como una campana de iglesia en su tercer toque, avisando que está apunto de iniciar la misa de las seis. Su soberbia mirada se alejaba junto con sus características cejas perfectamente delineadas, a las cuales, no se les salía un solo pelo del límite que las conformaba. Se decía que su esposa lo depilaba porque él era fan de Prince. No entiendo cómo alguien que es fan de un cantante tan extravagante, no dejaba a un chamaco de 16 años disfrutar del pelo largo. Su silueta desaparecía al entrar a un salón, donde probablemente iba a regañar a otro alumno. La ira ardía en mi estomago cual carbón agarrando brasa, porque si no tenía algún plan el fin de semana, ese señor acababa de armar el peor de todos.
Hace no mucho me dijeron una frase que me hizo mucho sentido:
La historia no siempre se repite, pero siempre rima.
No podía creer que mi situación del cabello se estaba convirtiendo en un verso sin esfuerzo. No quedó de otra más que cortarlo, de la misma manera, con las mismas instrucciones que siempre le decía a Álvaro. Una vez más los peores enemigos del cabello quedaban satisfechos, la máquina del 2 junto con su secuaz, las tijeras para degrafilar.
Debido a la represión de aquellas etapas por parte de los altos mandos de las instituciones, nace un agudo sentido de resistencia y rebeldía, cual movimiento revolucionario que solo busca la libertad de su pueblo, siendo yo el libertador, y el pueblo, mi pelo. A la espera del contraataque perfecto para dejar crecer libre aquello que siempre contuvieron los antagonistas de la historia capilar.
Dicho momento llegó, pero no de la mejor manera, tanto para adversarios como para mí. A ambos nos agarró en curva, y desafortunadamente, también sorprendió a todo el mundo. Quien diría que gracias a un hombre que probablemente no había desayunado, y aprovechó su hora de descanso en la oficina para ir por un rico murciélago en su jugo, todo el esférico azul se pondría en pausa. Pero hubo algo que no se pausó, y no lo hizo porque no lo permití, al contrario, era el momento perfecto para no hacerlo. Desde el confinamiento podía tener total libertad de lo que llevaba años anhelando: un cabello largo sacado de un comercial de shampoo. Y entonces, me puse en marcha.
***
Ver cómo el pelo crecía era un logro. Pasaban los días, los meses, se terminó la pandemia, acabé la prepa, e incluso, entré a la universidad, y yo seguía con mi melenístico plan. Era lento pero al final, iba a valer la espera, porque como dicen las personas que su único tema de conversación es el gimnasio, trust the process.
Me agarró en curva aceptar que aquella melena caía como cascada hasta los hombros; así como a papá cuando se dio cuenta que sus hijos ya habían crecido.
Tener un look diferente fue algo difícil, tanto como saber si el cabello de Donald Trump es real o es peluca. Esos mechones de pelo perfectamente colocados, que hasta Jimmy Fallon, lo primero que le preguntó en su programa, fue si lo que portaba no era más que un engaño para esconder la calva. En estos tiempos, creer en un político es demasiado complicado, así como saber qué tan largo quería el cabello.
Pareciera sacado de una película raquítica de Adam Sandler que desperté y no era el mismo. Había algo diferente, sencillamente tan notable que costó reconocerme en el espejo. Los “ya te creció el pelo, eh” de mamá, o los “¡regálame un poco de tu pelo, no seas gacho!”, de la tía que el estrés la está dejando pelona, ya me hacían sentido. Había conseguido lo que tanto desee. Ya podía ser feliz.
***
En el budismo, el Nirvana es un estado supremo de felicidad (extremadamente resumido), y puedo decir que lo alcancé. Tantos años de batalla contra profesores, directivos y prefectos ya eran historia. El triunfo era inminente y la libertad la saboreaba como niño berrinchudo su helado.
Existe algo en la relación padres-hijos que me parece fascinante y a la vez, extremadamente complicado de conseguir, y es tener temas de interés para ambos lados. Existe el caso, el más común a mi parecer: deportes. Compartir el amor de irle al mismo equipo, ese amor que ha perdurado durante las últimas tres generaciones y va a continuar hasta que llegue la oveja negra y rompa la tradición de compartir el gusto familiar al equipo que ha marcado los domingos de carne asada.
Un gusto mutuo lleva a una conversación en común. A lo mejor no comparto el mismo gusto por los deportes que papá, o los gustos musicales de mamá (también diría de papá, pero es la única persona en la faz de la tierra que no escucha música, lo cual me causa mucho problema), y no porque sean canciones o artistas malos, simplemente, no logro conectar con su sonido; su letra no llega a describir una parte de mí, porque como alguna vez mencionó mi profesor de literatura Felipe:
“Nos gusta el arte que refleja una parte de nosotros”.
Pero había desbloqueado un tema que jamás pensé que iba a tratar con mi mamá. De hecho, jamás pensé que alguna vez en mi vida fuera a abordar una plática como esa.
Párrafos arriba dije que no necesitaba productos para el pelo porque él mío era invencible, y en cierto modo, lo fue porque nunca se lastimó, pero ya era más largo, y la total libertad dejaba de ser suficiente para que se viera bien, cosa que me desagradaba un poco porque era un gasto más a la bolsa. Es difícil ahorrar. No fue hasta que un día saliendo de bañar, mamá me hizo una recomendación que fue como encontrar un oasis en el desierto.
—Ponte este aceite para que no se te esponje y te quede suave.
Dios bendiga las recomendaciones de las mamás porque son lo que va a salvar al mundo. El pelo no se sentía como tal, era como pasar los dedos entre nubes y perderse en la suavidad con la que los poemas las describen. Fue un momento de placer sutil, un lujo sensorial que solo se puede vivir una vez.
Había experimentado una textura nueva en mi vida, en mi propio ser. Fue como probar un platillo por primera vez y saber que va a ser tu comida favorita hasta el fin de los tiempos. Probablemente el éxtasis y la exageración se estén apoderando de mis palabras para describir la satisfacción de aquel momento, pero hay algo de verdad, y es que no volví a ser el mismo desde aquella ocasión.
La curiosidad me hacía arrojar pregunta tras pregunta, y todas eran contestadas, concluyendo en una masterclass de productos para el cuidado del cabello. No me considero un experto después de dicha plática, pero sí menos ignorante. Aquel día me fui a la cama recapitulando todo lo aprendido, y cómo un gusto reprimido llevó a crear un nuevo tema y gusto en común madre-hijo.
A medida que el tiempo avanzaba y el pelo seguía creciendo, una frase retumbaba en mi cabeza, “estoy en peak”, línea del reggaetonero Bad Bunny. La melena de león me hacía sentir en la cima, como Napoleón con sus conquistas que se lograron gracias a complejas estrategias, o a Elvis Presley, que en los años cincuenta movía a toda una generación de jóvenes rebeldes que solo querían bailar y sentirse libres, olvidar los tiempos de posguerra. Pero como todo conquistador que poco a poco pierde todo lo conseguido, ícono del rock que su influencia va decayendo debido a las nuevas modas, o incluso cualquier persona común y corriente, existe una norma universal, de la cual, no se puede escapar:
“Todo lo que sube, tiene que bajar”.
Ahí iba yo, como en la bajada de la montaña rusa más larga y rápida de Canadá y del mundo, el Yukon Striker en el Canada's Wonderland. La cabellera me comenzaba a pesar, e ir con el peluquero a degrafilar la imparable bestia que no dejaba de apoderarse de mi cabeza, comenzaba a ser una solución poco eficaz que solo consumía mi cartera.
Los problemas seguían aumentando y la melena se caía como la de un león en sus últimos momentos de vida, el poder se terminaba. Y no existe peor sensación que el no sentirse a gusto con uno mismo.
—Este pelo ya no soy yo, y ya no soy este pelo.
Pensaba cada mañana, cansado porque la universidad te consume cual pareja tóxica, con una mueca de disgusto y la mirada entrecerrada antes de hacer el metódico chongo, que ahora solo sentía cómo me jalaba el rostro para atrás con tanta fuerza que parecía Dolly Parton de lo estirado. Me sentía extranjero en mi propio cuerpo.
***
Necesitaba un look nuevo. Algo con lo que pudiese volver a sentirme yo. No podía perder el tiempo pero tenía que sacrificar algo que costó mucho conseguir, de eso se trata la vida. Aún así, encontré la oportunidad perfecta para hacer algo a lo que nunca me había atrevido.
La inspiración para este cambio drástico, viene de los años 70 y no tiene nada que ver con el estilo hippie o rock psicodélico de la época. Es gracias al comentario del tío Rafa, un hombre de 60 años que ha pasado por todos los looks habidos y por haber. Un hombre que no le tiene miedo al qué dirán, y con una identidad tan definida que, teniendo el pelo corto, largo, pelón, o con el mohicano más extravagante jamás visto, no perderá esa esencia que lo identifica. “Todo hombre debe pasar por un mohicano”, comentó en una comida familiar. No entendí al inicio, pero aquella frase se impregnó en mi cabeza hasta que la casualidad me hizo encontrar un libro fotográfico del increíble Chris Killip, The Station, siendo el parteaguas para adentrarme al rebelde, sucio, pero atractivo mundo del punk, y probablemente, animarme a probar algo sumamente nuevo.
Este libro retrata la vida de los jóvenes que se juntaban en un lugar llamado The Station, en Gateshead, durante una época en la que la ciudad estaba pasando por un mal momento financiero. Todos aquellos jóvenes que son retratados en las páginas del fotógrafo solamente buscaban empleo, pero la situación no les favorecía.
No les quedaba más que huir en la noche a aquel recinto que los acogía como casa, y entre ruido, alcohol y probablemente drogas, creaban algo bello, una comunidad, un establecimiento donde los punks de aquella ciudad, sintieran que podían pertenecer. Donde se podían juntar para tocar, bailar, olvidar la realidad. Es impresionante la hermandad que puede surgir en los tiempos difíciles.
Chris Killip. The Station, 1985.
Killip, más que retratar el éxtasis de un montón de jóvenes, cuyo estilo me atrajo como Jessica Rabbit a toda una generación en la década de los 90, retrató muchos momentos donde el hombre puede reflejarse vulnerable (a su manera) frente a la abominable realidad que muchas veces puede más que él.
Pero tras pensar y pensar, no tuve las agallas para enfrentarme a lucir como aquellos jóvenes de Gateshead durante los próximos meses.
Una noche de junio, el insomnio jugaba con mis ganas de dormir, como niño jugando al balón, niña con muñecas o ambos armando legos. No me quedó de otra más que pensar si realmente es tan importante el cabello como para que me cause tanto conflicto encontrar un nuevo look. Porque, en aquel trip, llegué a la conclusión de que somos los únicos animales que le dan tanta importancia. Claro, hay aves y mamíferos que lo utilizan para aparearse, pero en el caso del humano, no es un requisito indispensable para encontrar pareja.
Navegando en busca de la respuesta, cual Ahab persiguiendo a Moby Dick, el destino me llevó a un extraño link de un podcast donde hablaban de ovnis. Bien dicen que mientras haces planes, Dios se ríe, y probablemente en ese momento se estaba echando la carcajada de su vida. No entendía cómo la importancia del pelo me había llevado a una plática entre dos sujetos hablando de ovnis y nazis, el tópico de aquel episodio. Para no perder más tiempo, le puse play.
El podcast tenía nula relación, hasta que empezaron a hablar de Maria Orsic y las cosas se tornaron conspiranoicamente interesantes.
Recuerdo que a mamá le gustaba aquella película de Disney sobre una princesa que está encerrada en un castillo, y es gracias a las largas y mágicas hebras doradas que cuelgan de su cabeza, que la trama cobra sentido. Orsic era conocida por algo parecido, pero en esta ocasión, no se trataba de una princesa y mucho menos de una persona buena.
El programa hablaba acerca de la relación que tenían los nazis con los aliens, y cómo lograron tener contacto con ellos, contacto que se dio gracias a ella. Pero lo más interesante y la razón por la que llegué a eso, es porque esta señora pertenecía a una sociedad secreta donde tenían prohibido cortarse el pelo, ¿por qué?, porque su larga cabellera, funcionaba como antena y les permitía tener contacto con seres de otros planetas, según se dice.
Y siendo completamente sincero, no se me hace algo descabellado, ja. Porque su sociedad esotérica no era la única que pensaba que dejarse el pelo largo servía como un medio para comunicarse con otros seres.
Los pueblos indígenas, si bien no tienen nada que ver con sectas, son comunidades donde el pelo cobra mucha importancia, y no solo por su valor estético, sino por la conexión que estos brindan para estar más relacionado con la naturaleza y nuestro espíritu.
Por otro lado, las mujeres africanas no se peinaban con trenzas por un valor estético, sino porque era una manera de hacer mapas sin que los esclavizadores se dieran cuenta, e incluso, muchas de sus trenzas servían para que guardaran granos de las cosechas en ellas y luego las plantaran para su consumo personal.
En la cultura Puruhá, se dice que antes de la conquista de los españoles, llevar pelo corto era una falta de respeto. Las únicas personas que lo tenían corto, eran los ladrones, y se los cortaban para que la gente se enterara y estos sintieran vergüenza. Cómo me hubiera gustado saber esto para reprochárselo en la cara a mi directora de secundaria y prepa.
Aquella información me cayó como vitamina D al cuerpo. Pero había algo claro, ya no quería tener el pelo largo. La relevancia es subjetiva. Me gusta pensar, porque si solo se cae el pelo, te pesa, y la comodidad es lo último que sientes al peinarte de la misma manera, qué importa que el cabello te sirva para hablar con aliens o estar conectado con la naturaleza.
Maldita modernidad que me ha hecho pensar así.
***
A estas alturas de la vida, ya no puedo tener problemas con directivos relacionados con la cabellera. En primera, porque es poco profesional, y segunda ¡a nadie le importa!. Ya no puedo ser rebelde y hacer lo que yo quiero porque ya no estoy en prepa, y ahora sí me puede cargar la ley, cosa que mancharía mi historial, y no soy Travis Bickle como para que me importe un bledo.
—Entonces... ¿qué corte vas a querer? —preguntó Álvaro, con las tijeras en las manos.
En un abrir y cerrar de ojos, ya tenía la bata que cubre, cual manta que te ponías de niño para esconderte del monstruo.
Bien dicen que las mascotas se parecen a su dueño. En este caso, se trata del complicado, rebelde y desastroso montón de pelo que cubría la cabeza de quien se atrevió a escribir en trece páginas sobre su melenístico viaje para volver a encontrarse. Pero gracias, de antemano, a la persona doblemente desastrosa por haber leído esto.
Era hora de soltar aquello que me costó tanto conseguir, y como toda relación tóxica, nunca es tarde para decir adiós.
—¿Te acuerdas cómo me lo cortabas cuando iba en secundaria? —Álvaro soltó una tímida risa y procedió a cortar.
A pesar de que pasaron los años y pareciera que nada hubiera cambiado, estaba sentado en la misma silla, pero ahora todo era diferente. No creí que volvería a donde prometí nunca regresar. Los mechones caían. En aquel asiento ya no se encontraba el chamaco reprimido a la fuerza.
Ahora era yo quien había tomado la decisión, y se sentía bien.
Un caótico viaje mental por un acto rutinario, donde a partir de un evento personal, que tomó meses de incertidumbre para decidir que corte iban a hacer dos metales afilados (tijeras), acompañado de un debraye sobre culturas que tienen bien establecida una identidad y característica muy particular, fuera de las prendas o ideologías, con el objetivo de escoger el corte de pelo que me hiciera sentir realmente yo de nuevo.
Sabía que el amor duele, pero, ¿con un vaso de leche?
En la noche no salen los monstruos, la noche es el monstruo (a veces)
Somos desconfiados cuando nos conviene.
Qué bonita luz la de esa hora.