
No todos los poemas son para todos.
Nico dejó de hacer algo que disfrutaba y lo hacía feliz tras perder a sus abuelos. Todo esto sucede porque el recuerdo de sus abuelos lo lastimaba y prefería no recordar de ninguna manera las cosas que solía hacer con ellos, así éstas le causaran también felicidad.
Escritos08 de mayo de 2022Cuando tenía 6 años, mis abuelos me regalaron mi primera bicicleta. Tenía tantas ganas de aprender a equilibrarme y poder salir al parque yo solito, que aprendí en una tarde. Llegué con las rodillas raspadas y las manos llenas de tierra y polvo a la casa, listo para cenar, pero no faltó el regaño de mi papá por llegar mugroso a merendar.
-Nico, ¿cómo se te ocurre llegar así para comer? Anda, ve a lavarte-.
Seguía tan emocionado que solo fui al baño aún con la sonrisa en mi rostro, puse mi banquito y me paré de puntitas para alcanzar las perillas del lavabo. Regresé a la mesa y le conté a mis papás lo rápido que había pedaleado. Me miraron y logré contagiarles esa curva de oreja a oreja. Ese día fue de los mejores de mi vida.
Para el siguiente fin de semana, mis papás irían a una boda y me quedé con mis abuelos. El domingo, recién amaneció, mi abuelo fue a despertarme con un ataque de cosquillas. Mi abuela se recargó en el marco de la puerta sonriendo y me dijo que tenía unos huevos revueltos listos, entonces salté de la cama y corrí hacia la cocina, notando que solo uno de mis pies tenía calcetín. Mientras desayunamos, platicábamos sobre las vacaciones que se aproximaban. Mecía mis pies que aún no llegaban al suelo, y ante mi sobrada energía, la abuela sugirió ir al muelle.
-¿Puedo llevar mi bici?- pregunté.
Asintieron los dos y minutos más tarde íbamos en camino hacia el Muelle de los Pegasos. Cuando llegamos, me quedé atónito frente a las enormes estatuas de caballos con alas hasta que un señor que vendía helados, se interpuso con su carrito entre el monumento y yo. Era inevitable comprar un barquillo, y cuando mi abuelo pagó, el señor me regaló una campanita que traía. A la abuela se le ocurrió que con un listón podía atarla al volante de mi bicicleta para usarla de timbre. Así lo hicimos, y no supe cómo lo lograba, pero cuando sonaba esa campana, era mucho más rápido y nada ni nadie podía alcanzarme en mi bici, era como si tuviera poderes de verdad.
Después de un rato, el calor y el ejercicio me habían cansado por completo y nos sentamos en una banca frente a donde zarpaban los barcos. El sol comenzó a meterse y me quedé dormido en las piernas de mis abuelos. Después me llevaron a casa y le conté a mis papás sobre los pegasos y la campana. Me había divertido tanto que insistí en ir con mis abuelos todos los domingos, y así fue, comencé a ir con ellos cada 8 días sin falta alguna.
Pasaron los años y seguíamos contemplando las estatuas, ahora tenía una bici más grande y creía que no necesitaba la campana para ser tan veloz como antes. Para entonces ya habíamos probado todos los sabores de helado del señor que vendía en el muelle. Pero de pronto, dejamos de hacerlo. Y de pronto, dejé de andar en bici, y de comer helado, y de ir al muelle de los pegasos. Dejé de disfrutar cosas que me hacían genuinamente feliz porque me convencí de que sólo de una forma podía serlo.
Un día, antes de cumplir 17, mamá me mandó a comprar una rejilla de naranjas al muelle. Hubiera sido muy tardado ir a pie, entonces volví a sacar mi bici, pero desaté la campana y el listón que llevaba en el volante. Y así noté que sí, sí me daban poderes. El camino lo sentí lento y cansado, más con las naranjas de vuelta. Cuando llegué a casa, mi papá me preguntó por la Estatua de los Pegasos, decía que corrían rumores de que la iban a demoler porque mucha gente había comenzado a ver gnomos salir de un agujero que tenía en su base y estaba causando revuelto en el centro. Su comentario despertó mi curiosidad y volví cuanto antes al muelle. Estuve sentado en la misma banca que hace muchos años, esperando a que salieran los gnomos, o desmentir los rumores de los citadinos.
Nada. Iba a volver cuando vi en el volante, el listón y la campanita que había dejado en la cochera. No recordaba haberlo puesto de nuevo, pero no le di suficiente importancia y regresé a casa.
De nuevo empezó a ser rutina ir al muelle, ahora con el listón y la campana. Me era más fácil pedalear con ellos, hacían a la bici sentirse más ligera. Pero día con día los perdía en cuanto la estacionaba, y aparecían a los pies del pegaso de lado izquierdo. Comenzaba a creer en los gnomos a los que la gente les temía, ladrones de listones y campanas, responsables de un recuerdo divino atrapado en una hiriente memoria.
Uno de esos días, noté pequeñas huellas de agua desde el agujero de la estatua hasta el muelle de madera. Me asomé y los vi, un par de gnomos, con mi listón y mi campana. Me helé, pero quería recuperar eso que me pertenecía. Gruñí y voltearon a verme, sacudieron la campana y desaparecieron saltando al agua.
Al final de todo, sí era una campana mágica. Agarré mis cosas y regresé a la banca. Estaba volviendo a anudar sus recuerdos a mi bicicleta, pero un gnomo gruñó de vuelta, moviendo sus cejas hacia el mar. Señaló el listón, el otro la campana. Me vieron enternecidos y dentro de sus miradas estaban ellos, de alguna forma. Caminé y me acerqué de nuevo al agua, me detuve al borde de la madera, en la orilla de Cartagena. Vi en la palma de mi mano el suave listón que tenía su dulce tacto, y la campana que sonaba tan jovial como sus carcajadas. Los gnomos saltaron de nuevo al agua, y con ellos, dejé caer lo que me mantuvo atado.
Solté sus recuerdos, los dejé ir. Me dejé sentirlos de otra manera, y así, poder visitar aquel Muelle de los Pegasos, sintiéndolos conmigo en cada vuelta de mi bici, en cada helado nuevo que probaba, en cada sol que veía meterse. Sintiendo que estaban conmigo, pero sin retenerlos. Volviendo a ser feliz, genuinamente, porque dentro de su ausencia, me abrazaba su compañía.
Un caótico viaje mental por un acto rutinario, donde a partir de un evento personal, que tomó meses de incertidumbre para decidir que corte iban a hacer dos metales afilados (tijeras), acompañado de un debraye sobre culturas que tienen bien establecida una identidad y característica muy particular, fuera de las prendas o ideologías, con el objetivo de escoger el corte de pelo que me hiciera sentir realmente yo de nuevo.
Sabía que el amor duele, pero, ¿con un vaso de leche?
En la noche no salen los monstruos, la noche es el monstruo (a veces)
Somos desconfiados cuando nos conviene.
Qué bonita luz la de esa hora.