
No todos los poemas son para todos.
Había navegado casi por 18 años. Creí que ya conocía cada ola de mar abierto, pero estaba equivocado. Bien decían los marineros de los muelles que visitaba, “afirmar o negar la existencia de creaturas, equivale a cometer una inexactitud”. Siempre me aferré a que aquello que pensara, era real, hasta que nacieron mis hijos y comenzaron a cuestionarlo todo.
Con la llegada de Dante, mi esposa y yo no nos limitamos a zarpar únicamente a oleajes conocidos, y nunca solos. Éramos padres primerizos y no figuramos jugar con la suerte. Pero entonces, nació Serafín y nos devolvió el valor de adentrarnos en azules que apantallaban nuestros ojos, azules que al esconderse el sol, se volvían oscuridad en negro total. Mi intrepidez a navegar en aguas profundas no cesó y crié a mis 2 hijos sobre aquella capa de agua salada.
Todo era maravilloso, hasta que se desató un conflicto entre pandillas marinas y un barco pirata secuestró a mi esposa, dejando a mi nave sin el timón de la familia. Fue entonces cuando aquel mar que conocía como a la palma de mi mano, se volvió un terreno de pasos en falso, y aquella mujer que guiaba a mi voluntad, se nubló con el tiempo.
Dante tenía ya 6 años, su hermano 2 menos. Los días se inundaron de monotonía; izar la bandera, lavar la cubierta, comer. Mis párpados ni siquiera se cansaban de mantenerse abiertos, era como si parpadear fuera innecesario al no saber lo que buscaba, sin necesitar que la vista descansara.
-¿A dónde iremos ahora?- preguntaba Serafín todos los días cuando el sol estaba a una hora de distancia del centro del cielo.
-Seguimos buscando a mamá, ¿no es así?- le contestaba Dante, viéndome con los ojos que le había heredado a mi amada, verdes cual olivo, con 3 salpicadas color miel.
Asentía y los abrazaba, todos los días. Les enseñé sobre los puntos cardinales, el reloj natural, a pescar, nadar y distinguir profundidades por el tono de la superficie. De nuevo, el agua era territorio conocido, pero yo sabía que no lo suficiente como para no esperar sorpresas. Por los días navegaba kilómetros y kilómetros de mar. Por las noches me mecía con la marea, tocando cada rincón de mi mente y lo que la misma podía comprender. El mar parecía lo suficientemente completo como para querer dudar de él, pero la inexactitud de la existencia de creaturas no cesaba, y en unos meses, tenía que volver a tierra firme, con o sin la respuesta de todo aquello que ni mis hijos ni yo lográbamos descifrar, con o sin mi esposa a mi lado.
La cartografía siempre llamó mi atención, incluso empecé a trazar mis propios mapas. Todo parecía tan simple y a la vez, minúsculamente planeado. El mar se volvió mi jaque, un mundo tan real e irreal que resultaba difícil saber si me encontraba en aguas navegadas o desconocidas, pero no fue suficiente para que nos rindiéramos. Más valía permanecer en la búsqueda que abandonar por simple incomprensión.
Una noche, una tormenta azotó a la tripulación. Corrí al camerino de mis hijos y los abracé en su litera. Los arrullé para dormirlos antes de que la salinidad del océano se hiciera cargo de ello y no pudiera ver más que sus sonrisas intentando darme fuerza. Los apreté a mi lado y escuché el estruendo.
De entre tanto tiempo, llegó el día.
-¡Tierra, papá!- gritó Serafín desde el estribor.
Vi hacia donde se encontraba y mis ojos se cristalizaron. Era hora.
-Pero, papi, ¿y mamá?- sentí la mano de Dante entrelazándose con la mía.
Apreté su manita y sonreí. Cargué entre mis brazos aquellos 20 kilos de vida hacia donde su hermano.
-Miren chaparros, todo lo que ven hacia atrás, es lo que fuimos y seremos-.
-¿Mar?- soltó Serafín.
-Un mundo de cosas que conocemos y otro tanto que no-.
-¿Y qué hay de todo eso que no conocemos?- me miró Dante.
-Entonces dejaremos que las creaturas nos lo cuenten- suspiré -las creaturas en las que creamos-.
El barco arribó a la costa y entre los 3 lanzamos el ancla al agua.
-¡Mami!- gritaron al unísono los niños.
Voltee hacia la costa y ahí estaba ella, con su vestido largo de aquel día, volando en todas las direcciones. Bajamos del bote y nos abrazamos todos en la arena, donde las olas se rompen, juntos de nuevo.
-Sabía que te encontraríamos- le dije al oído.
-Las respuestas siempre llegan a sus cuestiones- me miró.
Y la espuma blanca de la agitada marea nos rodeó, pero lo habíamos logrado, llegamos a tierra firme.
Un caótico viaje mental por un acto rutinario, donde a partir de un evento personal, que tomó meses de incertidumbre para decidir que corte iban a hacer dos metales afilados (tijeras), acompañado de un debraye sobre culturas que tienen bien establecida una identidad y característica muy particular, fuera de las prendas o ideologías, con el objetivo de escoger el corte de pelo que me hiciera sentir realmente yo de nuevo.
Sabía que el amor duele, pero, ¿con un vaso de leche?
En la noche no salen los monstruos, la noche es el monstruo (a veces)
Somos desconfiados cuando nos conviene.
Qué bonita luz la de esa hora.